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La
inquietante inocencia en Lucrecia Méndez de Penedo |
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4.
El oxímoron es una especie de antítesis en la cual se colocan palabras con sentido opuesto que parecen excluirse mutuamente, como por ejemplo, "joven viejo", "oscura claridad", "grito silencioso", etc. La antítesis es una figura de carácter lógico que consiste en la colocación de dos palabras o frases con sentido opuesto, mediante el proceso de antinomia: "frío/ caliente", "bondad/ maldad", etc., Es interesante indicar la etimología de la palabra "oxímoron", que procede del griego "oxymoros", y que significa, "agudo bajo una apariencia de estupidez". Piénsese cuántas veces el mundo infantil es tachado de bobo y simple por los adultos, mientras que algunas corrientes científico humanistas, como el psicoanálisis; y otras estéticas, como el surrealismo, el arte naif, l'art brut, por el contrario, consideran al mundo infantil como espacio privilegiado de libertad creativa y emocional. Cfr. Angelo Marchese,
Dizionario di retórica e di stilistica. Milán: Mondadori, 1978, 4a. Ed. 5. Vladimir Propp, basado en la índole repetitiva de los cuentos maravillosos rusos, formuló en su célebre Morfología del cuento (Leningrado, 1928), un esquema compositivo que reduce la multiplicidad de variantes a un modelo constituido por 31 funciones (o acciones) dispuestas de manera determinada e invariable. Es fundamental recordar que Propp no pretendió ir más allá del estudio del cuento folclórico. Otros estudiosos trataron de aplicar de manera matizada esta teoría de raíz universalista al cuento "literario", para elaborar un modelo lógico totalizante de la narratividad, como algunos estructuralistas franceses que practicaron el llamado analyse du récit. Vid. José María Pozuelo Yvancos, Teoría del lenguaje literario. Madrid: Cátedra, 194, pp. 229 230. |
(continuación...) El eje de la obra de Gallardo lo constituyen las aventuras de la protagonista en su búsqueda de libertad, mediante un proceso que arranca desde la infancia, atraviesa la adolescencia y finalmente la ingresa al mundo de los adultos. La libertad implica batallar para acceder al autoconocimiento y a la realización propia. Esta búsqueda implica el cuestionamiento, en primer lugar, de sí misma, y luego de las instituciones que manipulan a la mujer con piadosas mentiras de cuento de hadas. La protagonista es una encarcelada que busca liberarse y la historia contiene su propia moraleja: lo hace por su propio esfuerzo. Al final queda una adulta-niña todavía preñada de estupor pero mucho más sabia y cautelosa. Así, la obra cierra con un final abierto, sin límites, más que los que marquen la voluntad y el azar. Este proceso de crecimiento va desarrollándose con un implacable enfrentamiento entre la protagonista en cuanto sujeto femenino, y la sociedad. La infancia como caldo de cultivo inicial para la restricción a la imaginación; el tránsito por la adolescencia con la imposición de patrones represivos a la sexualidad floreciente; la exaltación de estereotipos conformistas que no perturben el orden tradicional. Gallardo utiliza el motivo del viaje en su significado de transición de un estado a otro; de búsqueda y de cambio. El recorrido se compone de las aventuras que van marcando a la narradora protagonista y que de alguna manera la introducen en el mundo de los adultos. Pero es sobre todo un peregrinaje a la búsqueda de la propia identidad cambiante de mujer, que conlleva sacudirse las marcas de subalternidad y marginación propias de su condición femenina, históricamente condicionada en roles de pasividad, no sólo por la cultura patriarcal, sino también por la matriarcal. Por el contrario, la protagonista, desde niña, se percató de la necesidad de iniciar su lucha adoptando máscaras masculinas, que posteriormente desecha, para astutamente hacer valer su palabra y acción, y salir de la prisión de las convenciones sociales.
Es una historia, como es frecuente en la literatura escrita por mujeres,
casi todas pertenecientes a la media burguesía, que parte del propio
mundo cotidiano e intimista para proyectarse en el universo social y
develar hasta qué punto ha sido condicionado por éste. No hay una
protesta directa, o una posición fundamentalista, sino más bien una
crítica sesgada de la cultura de la violencia, que se personifica en las
figuras del padre-patrón o del príncipe galante y siniestro. La
repartición de los roles aparece determinada verticalmente de manera
caprichosa, pues paradójicamente existen excéntricos “hombres-madre”
(65) capaces de cumplir las funciones maternales para que las hijas no
sean necesariamente programadas como futuras “mujeres-madres-amantes”,
(Ibid), sino mujeres autónomas en sus decisiones, a las que algún día se
les atravesarán deseadas “mujeres-hijas”.
(66) Al adoptar la simbolización fantástica, en lugar de una realista
—o hiperrealista—, la
autora intenta evitar el riesgo del patetismo lacrimoso, la queja
previsible o el melodrama. Esta opción paradójicamente imprime mayor
incisividad a la historia de su insubordinación. Gallardo opta por un
registro aniñado, pero para nada inocente, y elabora atmósferas
candorosas sobre campos minados. El miedo y la crueldad alternan
caprichosamente. La autora se apropia del universo y el discurso
infantil; refuncionaliza en clave cuestionadora el molde del cuento de
hadas, introduciendo traviesamente un humor para nada ingenuo, y
ocasionalmente bastante negro. En esta obra, Gallardo utiliza la imaginería específicamente infantil, rechaza los límites de un discurso narrativo causal y cronológico. Opta por asimilarse al pensamiento mágico del niño, a su accionar lúdico, a su capacidad de asombro. Todas las estrategias formales que utiliza tienen como marco de referencia esta edad de oro, pero revelando la cara menos luminosa: también en el paraíso perdido de la infancia hay zonas infernales. No se trata de historias victorianas de niños desgraciados que claman por la piedad del lector, ni tampoco de pequeños hombrecitos heroicos a lo De Amicis, porque está fuera de la intención de Eugenia Gallardo proponer modelos ejemplares. Para rebajar el tono trágico, utiliza las palabras, sintaxis y ritmo del lenguaje infantil, que se caracteriza por su rotunda sencillez. Un aspecto que la autora utiliza eficazmente es el de la reiteración, pues ésta constituye un elemento fundacional del universo del niño, para quien la palabra es apropiación y dominio de la realidad, así como fetiche y rito, puerta de entrada a la fantasía. Esta reiteración de las palabras nos remite a las rondas infantiles, las canciones de cuna, los juegos tradicionales, las adivinanzas, entre otros. Todo este libro está construido sobre una estrategia fundamental íntimamente ligada a la mentalidad infantil: la paradoja; figura lógica que consiste en una afirmación aparentemente absurda y contraria al sentido común, sobre todo porque está construida sobre la base de un oxímoron.4 Está relacionada con la ironía, que consiste en decir una cosa, queriendo decir otra. De allí que, partiendo del modelo rígido de cuento maravilloso a lo Propp5, vaya progresivamente transgrediéndolo. Cambia los atributos tradicionales de los personajes, dando finales inesperados y no felices, o inclusive no cerrando la historia; para avanzar cada vez más en la propia fantasía desbordada que encuentra su espacio privilegiado en los estados de excepción como los sueños, las pesadillas, la vigilia. La exageración resulta parte de esta cotidianidad; la realidad y la ficción son la misma cosa; la metamorfosis fluctuante de personajes y escenarios pareciera no tener límites, como ocurre con las tiras cómicas o los filmes animados. Una niña se convierte en paquete de regalo o en árbol; de una Nueva Orleans, estereotipada hollywoodianamente, pasamos a Arizona o volamos sobre París, un poco a la manera del Orlando de Ariosto; la imagen de la dulce y avara viejita que vende manzanas alterna con las casi ciberespaciales del noticiario de CNN. Los contrarios conviven pero pueden también fundirse: lo femenino y lo masculino; lo alto y lo bajo; en una simultaneidad como mínimo intrigante: hay personajes que son “jovencito-princesa” (9), otros más indeterminados: “su madre que no era exactamente su madre” (Ibid) “su papá que no era exactamente su papá” (Ibid), en los tiempos propios de la fábula. “...los años pasaban sin pasar” (10) “Y el mundo giraba y no giraba y los años pasaban y no pasaban”(11). Estas últimas dos citas que expresan certeramente lo que es un tiempo al temporal (ahistórico), nos conducen a un elemento muy importante dentro del texto: el tiempo. La protagonista sostiene una relación ambivalente de atracción (el Big Ben) y de rechazo (el tiempo como cárcel). Pero sobre todo, el tiempo marca inexorablemente la finitud humana. Así, al tiempo de los relojes, ella opone el tiempo interior de los sueños, anhelos, pesadillas, pero también el de la fantasía y de la creación artística. El tiempo en sus manos es un elemento maleable: posee la virtualidad de la fragmentación, la continuidad e inclusive la simultaneidad. Se apropia del tiempo de manera fantástica, dilatándolo, encogiéndolo, cortándolo, deteniéndolo. No está demás señalar que este dominio se extiende ala creación de un calendario propio donde convergen tiempos disímiles. El simbolismo del Big Ben resulta sumamente sugestivo. Su mecanismo se relaciona a la idea de movimiento perpetuo,6 como todos los relojes, pero presenta la particularidad de estar colocado en una torre. Este tipo de edificación remite a la simbolización elemental de la correspondencia entre ascensión material/ascensión espiritual. Esta idea implica la de la transformación y evolución (de lo “bajo” a lo “alto”). Pero también este movimiento ascendente conlleva una doble tendencia, ya que este impulso estaría acompañado de un descenso: a mayor altura, mayor profundidad de fundamentos. Algunos sostienen que se desciende en la medida en que se asciende, y probablemente sea cierto también lo inverso.7 En este caso, hay un claro impulso ascendente en el momento de la excarcelación final de la protagonista sin ayudas providenciales, sino por “muro escalado” (105); y luego, ya colocada en otro espacio, desde arriba, afirma que: “Me esperaba el destierro que visto desde el muro es mejor perspectiva que tierra encarcelada” (105). Atrás y abajo queda el pasado. La ambigua inocencia de la historia de esta pequeña y audaz Alicia sin ángeles guardianes constituye una catarsis que desempaña el espejo. Con desenfadada imaginación suelta congojas, anhelos, llagas, amores, ilusiones, llantos para exorcizarlos por medio de una deslumbrante y pudorosa simbolización infantil, pero absolutamente no pueril, y menos aún, banal. Esto no significa un final feliz o definitivo. El futuro será siempre incierto, como lo es cualquier horizonte que se abre a infinitas posibilidades. Pero hay que recordar que en algún momento del relato la protagonista ha diseñado una pequeña utopía. Una China “país de azul cielo” (61), “con sus árboles chinos que no producen frutos sino joyas”. (ibid), donde transita la “niña-joven”: “caminé por las escaleras de mi ilusión: las que cuando desciendo me elevan, me conducen a bosques azules y lilas de tejidos sedosos” (Ibid). Como la famosa “habitación propia”, ella diseña una utopía en primer lugar, a su medida: “(...) el reino construido sólo para mí, a mi medida, a mi sabor, a mi antojo y a mi aire” (62), pero generosamente compartido con los otros: “Proporción: diez parques por cada casa. Cinco casas por cada habitante. Tres ríos por cada pez. Un mar para cada río para evitar los ríos revueltos que son ganancia de pescadores, ni cazadores, ni parteras, ni casamenteros, ni enterradores. (...) las parejas no se casan porque se aman y los muertos no se entierran porque no existen muertos en un reino tan grande como el mío donde hay espacio para todos”. (63) Un jubiloso paraíso en la tierra, donde el paso del tiempo no tiene poder de marchitar la felicidad humana. En el Epílogo, la protagonista se cuestiona y cuestiona al lector con una frase lapidaria: “¿Qué fue lo que hice?” (127). Podría responderle que lo que ha hecho es contradecir el horizonte de expectativa del lector con un cuestionamiento de los mitos de la edad de oro, desde su propio universo simbólico: el cuento de hadas. Pero algo más importante aún: ha logrado la escritura de un perturbador y extraordinario relato. Un texto, en verdad, absolutamente fascinante. |
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6. Vid. Jean Eduardo Cirlot. Dizionario dei Simboli. Milán: SIAD Edizioni, 1985. p.360. | ||||||||||
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