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Introducción* |
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*. Pags. 1-12. Del contenido. |
La crisis, entre finales del siglo XIX y los albores del siglo XX, favoreció la emergencia de un nuevo grupo social hasta entonces no claramente identificado y reconocido como tal: el de los intelectuales. Los antecedentes inmediatos de este grupo podemos encontrarlos en la Ilustración con los enciclopedistas, como aquel grupo homogéneo que jugó un papel relevante durante la Revolución Francesa; así como en la etapa utópica de Saint-Simon como en la del auge positivista con la confianza absoluta depositada en el progreso y en la ciencia y con la firme creencia de Comte en que en el futuro correspondería a “los sabios o científicos” la función de gobernantes, porque eran los más aptos y capaces de ejercerla. A su vez el marxismo hizo una importante contribución al papel de los intelectuales como clase privilegiada con su concepto de vanguardia, pero sobre todo en su vertiente gramsciana, con la función que le confería a éstos, como intelectuales orgánicos en su pugna por la hegemonía político-cultural de la sociedad. La mayor parte de los historiadores y científicos sociales especialistas en el tema coinciden en afirmar que en Europa el affaire Dreyfus y el “Yo acuso” o manifiesto de Zola fueron el punto de partida para el surgimiento de una nueva posición del intelectual ante su sociedad. La nueva función social crítica de los intelectuales estaba vinculada al ámbito de la cultura, el periodismo, la universidad y los ateneos, surgiendo a fines del siglo XIX como un grupo profesionalizado, que vivía de la escritura y de la prensa, realizaba proclamas públicas, denuncias colectivas y se identificaba como un grupo aparte con una nueva misión histórica que cumplir. El intelectual como grupo con una identidad propia surgió entonces como una opción contrapuesta al poder establecido, que pretendía encarnar la conciencia de determinados grupos subalternos frente al poder y adquirió el compromiso moral de denunciar públicamente la injusticia, la corrupción y las dictaduras y apoyaba la búsqueda de la verdad, la justicia, la belleza y los valores universales. Este afán regeneracionista de los intelectuales en su sociedad, esta nueva función suya como agentes transformadores de la realidad social, como testigos oculares de la injusticia y como formadores de la opinión pública a través de la narrativa del discurso, se originó a raíz de la crisis finisecular.1 En el caso de España la emergencia de estos intelectuales ha sido ampliamente abordada por muchos autores y todos ellos hacen coincidir su aparición con la crisis del 98 y la pérdida de las colonias, el impacto de la I Guerra Mundial y durante la primera y la segunda repúblicas.2 Para nuestra investigación nos interesa resaltar la enorme influencia que la Generación del 98 –especialmente Unamuno, Azorín, Ganivet, Posada, Altamirano y Maeztu– tuvo en el ideal de intelectual de la época para América Latina. Este intelectual, en su vertiente de crítica contra el Estado y la sociedad –de analista y elaborador del diagnóstico sobre los males de la misma, de formador de opinión pública y creador de discurso hegemónico– constituyó uno de los modelos que iba a imitar gran parte de las elites intelectuales latinoamericanas. A ello había que añadir los estrechos vínculos entre muchos de ellos porque pertenecían a movimientos literarios, como el modernismo; o filosóficos como el vitalismo, el regeneracionismo o la teosofía; o políticos como el antiimperialismo o el nacionalismo. Todo ello contribuyó a crear densos y estrechos vínculos, a formar amplias redes sociales a través de las cuales hubo una gran circulación de las ideas que fueron configurando un imaginario común, una nueva forma de pensar y de repensar el papel de los intelectuales en Europa y América. De igual forma influyeron algunos intelectuales franceses que, con un planteamiento espiritualista, se cuestionaban el quehacer intelectual: Henri Barbusse, Anatole France, Romain Rolland, entre otros, se opusieron a la política partidista, a las dictaduras, a la barbarie de la I Guerra Mundial, y abogaron por un discurso ético-moral que permitiera recuperar la esencia del ser humano y devolviera a los individuos “la claridad” de las ideas, a través de la búsqueda de la verdad, la belleza y la justicia.3 El discurso de todos ellos iba dirigido a los jóvenes de toda América Latina, para que recuperasen sus raíces hispanas y cumpliesen una misión: “Salvadora y regeneradora de la humanidad”. Podemos afirmar que tanto la red de intelectuales europeos como la de latinoamericanos compartían una serie de rasgos de afinidad. Un rasgo común de los intelectuales de esta generación finisecular era, como opinaba Félix Ortega, su diletantismo intelectual, entendiéndolo como determinados individuos que opinaban de muchos temas sin reglas, método o teoría apropiada. Generalmente eran escritores polifacéticos, que escribían y opinaban sobre cualquier cosa, en muchas ocasiones sin conocimiento de causa y mezclando a menudo literatura y ensayo; ensayo, poesía y filosofía; y todas estas disciplinas con el periodismo daban como resultado unas opiniones en muchos casos bastante superficiales, cuando no banales.4 Casi todo ellos pertenecían a distintos movimientos culturales y filosóficos, a diferentes “ismos”: modernismo, expresionismo, hispanismo, vitalismo, espiritualismo, etc. En general compartían la pasión por la escritura, el arte, las ciencias y eran conscientes de que, a través del manejo de la prensa y el discurso nacional e internacional, estaban forjando una opinión pública y ejerciendo un enorme poder en la sociedad.5 Otro rasgo común era la plena conciencia de su identidad como intelectuales y el papel redentor y regenerador que les había tocado jugar en su sociedad. Ello hacía que adquirieran un enorme protagonismo y una gran resonancia sus discursos que, a través de la difusión de diferentes redes y espacios de influencia, hacían llegar a la “humanidad”, mediante manifiestos internacionales, sermones laicos, ligas unionistas, apristas, comiternistas o antiimperialistas. En todas ellas se entreveía su gran cosmopolitismo y su misión redentora. Resulta menos conocido, pero no por ello menos importante, el enorme impacto que produjo en todos ellos el conocimiento de Oriente y de las grandes doctrinas y filosofías hinduistas y teosóficas. Estas corrientes, desde otra óptica, también tuvieron un fuerte componente vitalista, espiritualista, regeneracionista, anticolonialista y nacionalista y reforzaron los mecanismos de interacción entre Oriente y Occidente, a través del pensamiento filosófico de personajes como Krishnamurti, Vivekananda, Jinarajadasa y, curiosamente, provocaron una buena amalgama e hibridez con las teorías en boga en Europa y América Latina. Otro rasgo menos conocido fue la participación de las mujeres en el campo de estas elites intelectuales, generalmente de la mano de la teosofía por medio del ejemplo de personajes connotados como Madame Blavatsky, Annie Besant, Colbert, Tingley, etc., quienes promovieron la participación activa de aquéllas en el ámbito de la cultura y de la religión universal, pero también en el campo de los derechos feministas a través de las batallas por el derecho al voto, a la educación y al trabajo; pero sobre todo estas elites intelectuales favorecieron la presencia de las mujeres en el espacio público. Para el caso de América Latina, cabría preguntarse en qué momento los intelectuales se constituyeron y fueron reconocidos como grupo de poder e influencia con una identidad propia; en qué momento tomaron conciencia de sí mismos y de su función pública; qué acontecimientos regionales y nacionales provocaron esta emergencia y cuándo –como dice Charles Cristophe– adquirieron el derecho al escándalo, a la asociación, a la conciencia de su influencia y de la capacidad para crear redes y espacios de sociabilidad propios.6 Para el caso de Guatemala no nos cabe ninguna duda de que fue la Generación de 1910 la que preparó el camino, y la Generación de 1920 la que consiguió alcanzar esa conciencia propia y ese reconocimiento nacional e internacional. De ahí la importancia que reviste su estudio desde el punto de vista de la historia intelectual. Retomando la región latinoamericana, qué duda cabe de que fue el Ariel de Rodó el que marcó un punto de inflexión en lo que iba a ser el papel de los intelectuales latinoamericanos en la nueva concepción de los valores culturales y morales de ese grupo, abriendo nuevos caminos para la recuperación de la identidad cultural de lo hispano-latinoamericano, frente a lo anglo-norteamericano; pero no menos importancia tuvo –a nuestro juicio– la influencia intelectual de Nuestra América de José Martí, Las fuerzas morales y El hombre mediocre de José Ingenieros, La raza cósmica de José Vasconcelos, la Misión de América y el Mínimum vital de Alberto Masferrer y Alrededor del problema unionista y La enfermedad de Centro América de Salvador Mendieta. A partir de Ariel (1900) y de Motivos de Proteo (1919) de José Enrique Rodó, en donde se expone la doctrina de la renovación espiritual, fue cuando emergió en la región una masa crítica de intelectuales que se reconocían a sí mismos y eran reconocidos como tales por su sociedad y cuando se establecieron entre ellos densos vínculos regionales, a través de organizaciones sociales y políticas, que entablaron relaciones mediante la publicación de manifiestos, periódicos y semanarios, libros conjuntos, en ateneos, encuentros nacionales e internacionales de jóvenes, universitarios o en congresos pedagógicos o ligas antiimperialistas, pacifistas, etc. Estas elites desempeñaron un papel relevante en la reformulación de los imaginarios nacionales, en la articulación de las identidades continentales, regionales y nacionales, en la creación de nuevos espacios públicos y culturales que les sirvieron de tribunas o foros para pugnar por la hegemonía de sus ideas sociales y políticas.7 A nuestro juicio, para el caso de Centroamérica cumplieron un papel decisivo en la formulación de un discurso estructurado y coherente acerca de la identidad nacional, la naturaleza y la esencia de la nación. Fueron sin duda estas generaciones de intelectuales las que contribuyeron a rescatar los valores culturales de “Nuestra América”, a recuperar el pasado histórico de las culturas prehispánicas y contribuyeron a formar un proyecto de nación étnico-cultural. Fueron autores como Rodó, Mistral, Martí, Sandino, Masferrer, Ingenieros, Mendieta y Wyld Ospina los que desde la literatura, el periodismo y el ensayo contribuyeron a forjar un nuevo imaginario nacional y regional, recuperaron el pasado histórico de nuestro pueblo y contribuyeron a redefinir las complejas relaciones entre la cultura, la sociedad, la política y el Estado. En resumidas cuentas adquirieron un nuevo compromiso frente a su sociedad y especialmente frente a los grupos subalternos haciéndose portavoces de sus demandas. Algunos de ellos por su cosmopolitismo y por su afán redentor trascendieron los límites de las fronteras nacionales y se convirtieron en guías espirituales para toda la región como José Ingenieros y Juan B. Justo para Argentina, Mistral y Recabarren en Chile, Haya de la Torre y Mariátegui en el Perú, Vasconcelos y Flores Magón en México, Sandino y Mendieta en Nicaragua, García Monge y Brenes Mesén en Costa Rica, Masferrer y Salarrué en El Salvador o Gómez Carrillo y Arévalo Martínez en Guatemala. Otros sirvieron de enlace y mediación entre intelectuales europeos e hispanoamericanos como García Monge en Costa Rica con su revista Repertorio Americano o Gabriela Mistral con las asociaciones homónimas –“Sociedades Gabriela Mistral”– o los hermanos Henríquez Ureña, que aunaban un buen número de intelectuales de ambos continentes. Esta amplia red de intelectuales, relacionados estrechamente entre sí, crearon un espacio cultural y político diferente del anterior en donde la circulación de las ideas y las influencias intelectuales de ida y vuelta entre Europa, Oriente y América fueron mucho mayores y fructíferas de lo que hasta el momento se ha subrayado, teniendo nuestra investigación como uno de los principales objetivos subsanar en parte esta laguna. Para el caso de Guatemala los estudios realizados desde la perspectiva antes mencionada son muy escasos y ha sido muy poco perceptible la influencia del espiritualismo, vitalismo y teosofía en gran parte de estas elites intelectuales de las generaciones de 1910 y de 1920. Es más, nos atreveríamos a afirmar que buena parte de su obra, no sólo ha sido desconocida, sino también deliberadamente silenciada por las corrientes liberales y marxistas, porque o no interesaba políticamente su recuperación o no era “lo políticamente correcto” en determinados momentos. Parece bastante sorprendente que, a excepción de autores como Dante Liano y Arturo Arias, haya habido un pacto de silencio sobre estos temas o se haya debido tal vez a que, tras la fuerte eclosión de estos movimientos en la década de 1920 al 1930, hayan quedado soterrados posteriormente por las dos ideologías hegemónicas del momento el marxismo y el liberalismo. Por ello nos inclinamos a recuperar estas corrientes subalternas que influyeron notablemente en la formación del espiritualismo nacionalista o en el socialismo espiritual de Juan José Arévalo, que tomaron muchas de las ideas precedentes de Masferrer, Mendieta, Juárez Muñoz y Wyld Ospina, así como de la enorme influencia del grupo de mujeres que lograron el voto femenino, cuyas madres o abuelas habían militado en las “Sociedades Gabriela Mistral”, de claro corte teosófico y espiritualista. En este libro pretendemos desentrañar parte de este pensamiento olvidado o soterrado, pero que sin duda marcó sensiblemente a autores posteriores como Carlos Gándara Durán, Muñoz Meany, Rölz Bennet y gran parte de los intelectuales que dieron forma y contenido a la Revolución de 1944. De este modo, queremos poner de manifiesto en la presente investigación que “La Generación Cometa” de 1910 y sobre todo la Generación de 1920, constituyeron un prototipo de intelectuales a caballo entre ambos siglos, el XIX y el XX, propios de nuestra historia intelectual, con todas sus ambigüedades y paradojas, con un diletantismo intelectual y una hibridez cultural propias de la época y a su vez con vaivenes ideológicos muy marcados entre el positivismo y el espiritualismo, entre el catolicismo tradicional, la masonería y la teosofía, entre el individualismo y el colectivismo anarquista y entre el espiritismo y la ciencia. Toda esta mezcla o hibridación cultural en una misma generación y muchas veces en un mismo autor que va ir transitando por todos estos estadios, es lo que les hizo a su vez tan geniales como singulares y contradictorios.
Por todo lo expuesto consideramos necesaria la reconstrucción de esta
etapa poco conocida y estudiada hasta el momento ya que, en primer
lugar, desterraron la idea de la jerarquización racial del positivismo
racialista, tratando de recuperar no sólo el pasado histórico de los
mayas y de civilizaciones ancestrales, sino de replantear el lugar que
debían de ocupar los indígenas en su calidad de ciudadanos, proponiendo
medidas muy novedosas, como el respeto y valorización de sus culturas,
la dotación de tierras y la incorporación plena de los indígenas a la
ciudadanía. En segundo lugar, abogaron por sacar del espacio privado a
las mujeres y dotarlas de nuevos derechos políticos y sociales. En
tercer lugar, imaginaron un nuevo modelo de espiritualismo nacionalista
basado en la recuperación de las identidades culturales de lo hispano y
lo autóctono y en la remodelación de un proyecto de nación cultural. A
la vez que intentaron crear una forma de gobierno regional de toda
Centroamérica, retomando el pensamiento unionista de Valle y recreando
la república federal como forma óptima de gobierno para nuestros
pueblos. En última instancia, consideramos que hicieron un importante
aporte al intentar elevar a la constitución de las repúblicas
centroamericanas, leyes de carácter social que posibilitaran la
formación de un Estado social de derecho, antecedente del Estado
benefactor. El presente libro está estructurado en cinco capítulos. En el primero “El debate sobre la nación y sus formas en el pensamiento político centroamericano del siglo XIX”, su autora, Teresa García Giráldez, reflexiona acerca de las imágenes de la nación que se plantearon en el periodo inmediatamente posterior a la Independencia colonial y a lo largo del siglo XIX, haciendo hincapié en la discusión acerca de la Federación en la prensa periódica del periodo federal. Resalta asimismo la función de los “sabios” que entre el siglo XVIII y XIX, constituyen los antecedentes inmediatos de los intelectuales decimonónicos y posteriores, analizando pormenorizadamente a un José Cecilio del Valle, liberal moderado según los esquemas entonces vigentes, pero un intelectual orgánico de enorme relieve para la teorización de la Patria Grande y poco estudiado bajo ese perfil. Resaltan las analogías y diferencias entre este autor y otros autores considerados indiscutiblemente liberales y coetáneos de aquél, como Pedro Molina, otro intelectual orgánico de relieve, que como Valle, cabalga los siglos XIX y el XX, pero defiende el proyecto liberal de patria chica. En el segundo capítulo, “La creación de nuevos espacios públicos a principios del siglo XX: la influencia de redes intelectuales teosóficas en la opinión pública centroamericana (1920-1930)”, Marta Casaús Arzú trata de desentrañar las raíces del pensamiento espiritualista en Centroamérica y especialmente abordar la enorme importancia que la teosofía y el vitalismo tuvieron en la región y de aquellos pensadores y pensadoras que más influyeron en su difusión, como Annie Besant, Krishnamurti, Roso de Luna, Jinarajadasa, George, Tolstoi y Masferrer y que fueron corrientes filosóficas que influyeron notablemente en el pensamiento centroamericano de las décadas de 1920 y 1930. La autora pretende poner de manifiesto las redes teosóficas internacionales continentales y regionales y los estrechos vínculos que se crearon entre todos los intelectuales de la época a través de la utilización de foros, revistas, semanarios y congresos en donde casi todos ello concurrían y expresaban sus ideas contrarias al positivismo y al materialismo imperante. En el tercer capítulo, “La patria grande centroamericana: la elaboración del proyecto nacional por las redes unionistas”, su autora, Teresa García Giráldez, siguiendo el hilo de la república federal reflexiona sobre el unionismo como movimiento social y político que, inspirándose en Valle, va más allá y se plantea como proyecto de nación hegemónica. La Patria Grande unionista aprende de los errores precedentes las enseñanzas que contribuirán a realizar una nación en términos modernos. Se analizarán algunos de los principales autores sociales y políticos unionistas, Salvador Mendieta Cascante como líder indiscutido del movimiento, y otros de menor proyección internacional, como Joaquín Rodas, ambos de trayectoria heliosófica, y se contrastará su itinerario con el de Clemente Marroquín Rojas, con un itinerario también unionista pero más funcional. Los espacios de sociabilidad, los fragmentos de red que construyen los unionistas quedan reflejados en numerosos proyectos comunes de construcción de la Patria Grande centroamericana, sobre las bases reformadas y regeneradas de Valle. La importancia de tolerar la diversidad frente a la pretensión homogeneizadora liberal, hizo del unionismo un proyecto de enorme atracción para los grupos tradicionalmente discriminados por etnia y género. En el cuarto capítulo, “El debate del indio y la nación en la opinión pública guatemalteca y la propuesta del espiritualismo nacionalista en los debates de 1929”, Marta Casaús profundiza un poco más en la influencia que las corrientes espiritualistas tuvieron en los diarios, periódicos y semanarios de Centroamérica durante la década de 1920, analizando especialmente la figura de Alberto Masferrer y el enorme impacto de este autor en Guatemala y en los intelectuales de la generación de 1910 y 1920. Casaús se centra en un interesante concurso en Nuestro Diario (1929), en Guatemala, que plantea: “El problema del indio” y de cómo incorporar a los indígenas a la nación. Los dos autores que ganan el concurso, Miguel Angel Asturias Morales y José Samayoa, propugnan por un espiritualismo nacionalista muy influidos por el pensamiento de su maestro, Alberto Masferrer. En el quinto capítulo, “La generación del 20 en Guatemala y sus imaginarios de nación”, Casaús analiza la red de intelectuales que se configuró con la Generación de 1920, tratando de analizar los estrechos vínculos existentes entre algunos de ellos y analizando aquellos autores que desde el positivismo racialista de corte spenceriano, abogaron por una solución eugenésica o de exterminio de los indígenas y elaboraron una propuesta de blanqueamiento de la nación y de mejora de la raza por la vía de la eugenesia. Esta corriente de pensamiento, muy poco estudiada hasta el momento, es muy perceptible en otro interesante debate en la prensa nacional, El Imparcial (1937), acerca de: “La naturaleza del indio”. Lo interesante de estos dos debates que se producen con ocho años de diferencia, es el distinto abordaje teórico y filosófico de ambos discursos y la diferente manera de integrar, incorporar o excluir a los indígenas a la nación. En el primer caso, el del espiritualismo nacionalista, con una propuesta innovadora de incorporarlo plenamente a la ciudadanía con derecho al voto, dotación de tierras y respeto a su cultura; y el segundo con una propuesta de invisibilización, de mejora de la raza o incluso de exterminio de la población indígena. El presente libro es el resultado del proyecto dirigido por Marta E. Casaús como investigadora principal y titulado “Las redes intelectuales y la proyección del hispanismo y el regeneracionismo en América Latina”, financiado por el Ministerio de Ciencia y Tecnología de España (Ref. BHA-2001-0683). Teresa García Giráldez figura en el mismo como uno de los miembros del equipo en calidad de investigadora-doctora. Agradecemos el apoyo del Ministerio de Ciencia y Tecnología y al conjunto de los miembros que componen el equipo de investigación, entre los que destacan los y las profesores/as e investigadores/as: Artemis Torres y Regina Fuentes de la Universidad de San Carlos Guatemala, Ricardo Melgar Bao, del Instituto de Historia y Antropología de México, y Patricia Arroyo Calderón como becaria de investigación de la UAM, que han hecho posibles los resultados que hoy presentamos. Queremos agradecer de una forma muy especial a lo largo de esta investigación, el trabajo, la dedicación y el entusiasmo de Regina Fuentes; a Patricia Arroyo Calderón, la capacidad intelectual y sus aportaciones creativas en las numerosas sesiones de discusión del proyecto. A Eduardo Devés Valdés, que ha ampliado nuestro enfoque interdisciplinar al campo de la filosofía latinoamericana, para poder interpretar el análisis del discurso de las elites intelectuales centroamericanas; a Ricardo Melgar Bao por su gran sabiduría, generosidad y por lo mucho que hemos aprendido con él a lo largo de estos años; y a Mónica Quijada, Jesús Bustamante, Manuel Pérez Ledesma e Ignacio Atienza, por sus consejos, críticas y por una amistad que ha ido creciendo con los años.
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1. Charles Christophe, Naissance des “intellectuels”: 1880-1900, Paris: Les editions de Minuit, 1990; Alvin Gouldner, La formación de los intelectuales y el ascenso de una nueva clase, Madrid: Alianza, 1980. 2. José Antonio González Alcantud y Antonio Robles Egea (ed.), Intelectuales y Ciencias sociales en la crisis de fin de siglo, Granada: Anthropos, Diputación de Granada, 2000. José Luis Abellán, “La hispanidad, España e Hispanoamérica”, en Ramón Menéndez Pidal, Historia de España, tomo XXXIX, La edad de plata de la cultura española, Madrid: Espasa Calpe, 1993. Del mismo autor, Historia crítica del pensamiento español. Tomo V (I) La crisis contemporánea (1875-1936), Madrid: Espasa Calpe, S.A., 1989. Juan Pablo Fusi, Un siglo de España, La cultura, Madrid: Marcial Pons, 1999. 3. Véase la importancia de los discursos de Anatole France y Henri Barbusse a los jóvenes intelectuales de América haciendo un llamado para que funden movimientos en pro de la paz y revistas como Clarté por todo el continente (“Mensaje a los estudiantes y a la juventud latinoamericana”, Studium, marzo–abril 1921). 4. Félix Ortega, Intelectuales y modernidad, en torno al 98, en José Antonio González Alcantud y Antonio Robles Egea, Intelectuales y ciencias sociales en la crisis de fin de siglo, Granada: Anthropos, Diputación de Granada, 2000, pp. 45-46. 5. José María de Labra en un editorial titulado: “La opinión Pública”, del Repertorio Salvadoreño, 1 de mayo de 1906, afirmaba: “La opinión pública es la disposición moral e intelectual de un pueblo y de sus intelectuales para juzgar a personas y cosas que afectan a la vida social [...] el valor de esa fuerza moral descansa en el compromiso que impone a los ciudadanos el considerar como asuntos de gran interés, lo que generalmente se llama ‘cosa pública’”. 6. Christophe, Naissance..., p. 45. 7. A pesar de que Miller considere que la influencia de estos intelectuales no fue tan importante en la formación de las naciones, véase Nicola Miller, In the Shadow of the State. Intellectuals and the Quest for National Identity in Twentieth- Century Spanish America, Londres: Verso, 1999. Nosotros coincidimos con Plotkin y González Leandri en el papel esencial que jugaron estos intelectuales en la construcción de los Estados Nacionales (Mariano Plotkin y Ricardo González Leandri, Localismo y globalización: Aportes para una historia de los intelectuales en Iberoamérica, Madrid: CSIC, 2000). |
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