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Carolina Escobar Sarti

*. La presentación estuvo a cargo de la escritora y periodista Carolina Escobar Sarti y del escritor Ronald Flores (Premio Nacional de Novela "Mario Monteforte Toledo). jueves 19 de agosto a las 18:30 horas
auditorio "Luis Cardoza y Aragón" Fondo de Cultura Económica.

 

Me gusta el título Angélica en la Ventana, porque el término ventana me sugiere romper, abrir, transparentar muros para darle entrada a la luz y al aire, que de otra manera, no podrían transitar por cerrados espacios interiores. Y me gusta, sobre todo, porque hay un ser humano situado justo en el vórtice de esa transparencia, expuesto a la intemperie, a la entrada indiscriminada de frío o calor, de ruido y agua de lluvia.

En la obra de Javier Mosquera, el ser humano no forma parte mecánica de un todo único, sino lo íntegro por sí mismo. Angélica en la Ventana es un texto que respalda la suposición de que la existencia no tiene significado para un ser humano, a menos que ese significado sea creado a partir de la misma experiencia del individuo. Un poco al estilo sartreano, nuestro autor establece que la existencia es anterior a su esencia, y que, por lo tanto, no existen normas o valores establecidos de una vez para siempre. Esto crea una angustia en el ser humano, de la que sólo puede librarse por medio de una acción que supone la libertad, concebida no como algo dado desde el principio, sino como una tarea y un objetivo que se persiguen durante toda una vida. Y la acción en este caso es la palabra.

En Angélica en la Ventana, existir y amar son metáforas transeúntes en el territorio de la palabra que habita los relatos. Y es que existir y amar (con todos sus correlatos) nacen, como la palabra, de las profundas rupturas y cuestionamientos del yo. Un yo definido por sus fronteras, que no son fronteras sólo porque existen, sino porque el ser humano comprende cuál es su posición con respecto a ellas. En esta obra, la línea fronteriza se desdibuja casi por completo, para determinar que la ventana es –al mismo tiempo– el espacio de lo posible y de lo imposible, de lo real y de la ilusión.

Para transitar libremente por las tablas de la escritura, el autor juega con los planos temporales, imaginarios, espaciales, dimensionales, y los sobrepone, los separa, los compara, los aleja. Como la niña que salta de uno y otro lado de la cuerda, la palabra que da vida a estos relatos, pasa de un plano al otro sin mayores dificultades. El autor se sirve de símbolos cotidianos como una carta, una visión, un recuerdo, un cassette, una ventana, una pizarra, un color, una bebida o un perfume, para separar los territorios enigmáticos entre el existir y el morir, entre el amor y el desamor, entre la realidad que percibimos y lo que puede estar más allá de lo real.

El amor, invariablemente imposible en estos relatos, recrea la esencia de la incertidumbre, condena a la soledad, se condena en el tiempo, se rodea de fantasmas, se niega a sí mismo en lo imperfecto y a veces, incluso, comporta la idiotez. Hay búsqueda incesante, apetito de urgencia. Hay amores de papel, papel espacio de la palabra, palabra continente y contenido del ser, ser habitando el enigma de existir.

Imposible negar la genealogía filosófica y literaria de Mosquera: asoman los rostros de un neoplatonismo Borgeano con todo y sus infinitos espejos, el realismo y surrealismo de Cortázar, el incansable cuestionamiento existencial de Hesse y, definitivamente, la intención asturiana de situar al escritor en una posición privilegiada, en el altar de los creadores. Neruda, Sabines y Benedetti también se reconocen en la lectura, que no estaría completa sin la sabiduría oriental del I-Ching y la relectura de la Biblia cristiana.

En estos relatos enigmáticos, crípticos, inteligentes, hay identidades conformadas a partir de múltiples variables que van más allá de simples percepciones. Los personajes son vulnerables, y en ocasiones hasta débiles. El absurdo humano aparece, una y otra vez, de la mano de una fina ironía que cuestiona los dogmas, las instituciones humanas, las estructuras de poder. Por ejemplo, en el relato de "El apóstol", el autor evidencia magistralmente, la estupidez humana.

Javier Mosquera es creador y destructor de mundos, y sitúa a sus personajes en la frágil línea divisoria que parece separarlos. En ese umbral donde habitan los miedos, los sueños, los recuerdos, el vacío, la vida, la muerte, los cuestionamientos, allí levanta y hace crecer a sus personajes hasta elevarlos a las alturas o hacerlos descender a los infiernos.

Los últimos dos relatos se sitúan mucho más en el plano de la realidad que conocemos, y revelan otra cara del autor. La visión del "otro" en términos de una historia, ya no sólo personal sino colectiva, es aquí más cercana a nosotros. Sin embargo, lo enigmático no abandona el plano del relato, el vacío y lo desconocido son casi personajes y la muerte se convierte –como en el resto de la obra– en geografía de la palabra.

Te abrazo Javier, por la palabra y por la vida.

Carolina Escobar Sarti
Guatemala, Agosto de 2004

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